Gaza es un amasijo de polvo, pólvora y sangre. Gaza amordazada destella gemidos subrepticios que astillan tímpanos y revientan retinas. Si tan solo el transeúnte se detuviera a ver, a oír. Pero hay muros —los que la cercan, la cercenan—. Y tras los muros: estampidos y estallidos serpentean —cuerpo de reptil, ojos de infierno— tragándose gritos y hálitos —gritos que al parecer los horadan y los hienden ligeramente antes de perecer, cuando es tarde ya, porque los transeúntes nos volvimos ciegos, nos volvimos sordos.
Y yo que ya no soy capaz de recordar porque llevo las manos manchadas de sangre.
Incluso hasta mi confín inabordable; furtivos, desgarradores, acaballados a los lomos de los violentos vientos mórbidos de octubre, llegan, procedentes de la ciudad maldita, diez mil lamentos funerarios.
No sé y sigo sin saber a cuantos de mis ancestros, a cuantos de mis hermanos tengo que sepultar en esta tierra para que esta al fin me pertenezca.
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